“Una de dos: uno se arriesga
a ser tragado por la literatura o a ser tragado por sí mismo. Si se deja tragar
por sí mismo se vuelve loco. Si se deja tragar por la literatura, se vuelve
escritor”
J. M. G. Le Clézio
Cuando era estudiante en los últimos años de la primaria,
era un chico agrio, irritable, callado, solitario. Por esto la ira se disolvía
sordamente en estremecimientos interiores, que devenían en profundos sacudones,
ataques de rencor envestidas siempre
contra mi persona. El hacedor de tempestades era materia y artesano de su
propio tormento. La última etapa de la infancia, con todo lo que aun tenia de
bueno se me presentaba como un periodo atroz, me sentía encadenado, roto,
lacerado y todo esto devenía en una pasión destructiva que a su vez me tenia a
mi mismo como objeto a destruir, como punto de llegada de mis furiosos ataques;
yo era la diana y el arco y la flecha. Las pequeñas desilusiones que tienen
lugar en todas las infancias y en todos los niños de toda sociedad, en mi
generaban una estratificación; yo podía sentir, como cada una de esas delgadas
capas se depositaba solidamente sobre otra anterior; a veces llegaba a notar
que estaba haciendo de mi mismo un ser con piel por dentro y hueso por fuera, odiaba
con la voluntad que otros aman. Mi resentimiento era generado al darme cuenta
con una precocidad de la que no puedo sino sorprenderme aun; de la progresiva,
lenta, metódica incidencia, sostenida en el tiempo, que va actuando a través
del trato de las personas, de los lugares a los que se nos envía para sufrir
aquellos cautiverios módicos, de la forma en que la gente nos habla o nos mira
y que te estremecen algunas veces y otras te hacen odiar. La llamada de una
maestra, la burocrática, pedagógica, rutinaria pregunta; a la cual le
corresponde una rutinaria, pedagógica, burocrática respuesta que actúa sobre la
opinión espontánea del niño. Yo podía sentir como la pulpa suave, la médula
flexible, la sabia inteligencia del niño que es capaz de comprenderlo
absolutamente todo, porque no cree como nosotros (ya para siempre y fatalmente)
que pensar es oponer: Una idea frente a otra, el vacío frente a lo pleno, lo
salvaje frente a la dócil satisfacción; en el niño entra todo de una vez y por
sobre toda disyunción. El caso es que, mas que ser formado y violentado por el
autoritarismo de las maestras y los mayores, por aquello que podría llamar mecanismos
concientes de disciplinamiento y de modulación, me sentía agraviado por cosas
menos perceptibles a simple vista, mucho más sutiles; un desvío de mirada, una
mano en el hombro, condescendiente; un sordo llamado al silencio, a guardarse
la opinión, etc. Así fue que me fui cerrando aun más; de alguna manera empecé a
creer que no habría ya nunca lugar para mi opinión, y esto, en un temperamento
ya de naturaleza callado, retraído; me transformó en una sellada bóveda donde
ardía una combustión furiosa pero secreta.
Al llegar, de ese modo, el tiempo en que debí entrar en la
secundaria, la cosa se puso aun peor; me volvía intolerable, cada vez más me
costaba contener esos deseos de destrucción, ese berrinche metafísico me
impedía ver nada bueno, fulminarlo todo con una desdeñosa mirada. Me di cuenta
que me iba volviendo antisocial. Entonces fue que aquella frenética oleada de
corrupción, ese terrible deseo de gritar, de encenderlo todo de volverlo todo
patas para arriba, no se satisfizo de mi retraimiento y habiendo intentado yo
sofocar aquel incendio con la carnadura de mi alma, habiendo ofrecido al fuego
los dóciles paisajes de mi yo, no fue
suficiente. Y consumida la nervadura central; la blanda y adolescente
interioridad; las murallas de la fortaleza se fueron dejando caer, y a un lado
y otro broto el mal que abandonando todo tipo de sutilezas ahora y, con la
necesidad de quien reclama el botín luego de ganada la jugada, ocupó plenamente
mi voluntad. Sin dormir durante días, comiendo apenas, sentado en clase como un
extranjero de todo, como un maldito, acudían a mi las imágenes más
enloquecidas; tomé la pluma y comencé a escribir tan rápido que no pudiera
hilar ni un solo argumento, ni una sola idea causalmente encadenada para
conformar una oración. Lo que brotaba era tan salvaje, furioso, fulgurante como
volcar una olla de agua ardiendo y salvarse por un pelo. Años después me enteré
que estaba retomando, sin saberlo, la escritura automática propuesta por los
surrealistas franceses. En mi caso se trataba de una terapéutica desaforada
donde conseguía, afortunadamente, hurtar el cuerpo y salvarlo, redirigiendo
todo aquello al texto y a veces también haciendo garabatos que cada tanto
oscilaban con representaciones figurativas, de hombres o bestias, siempre
terribles, siempre desmesuradas. Lo monstruoso, es decir, lo desbordante, lo incontenible;
aquello que partiendo de lo abierto tiende a expandirse más, abarcar la
centralidad, subvertir la centralidad trastocándola en periferia y la periferia
en excedente; un plus, vertiginosamente arrojado a una perpetua expansión. Sin
unidad, solo desmesura. Aun puedo recordar bien, como hacia correr la pluma,
como desollaba la pulposa hoja de papel y ahora ya solo literalmente, por
fortuna, sangraba sobre la hoja, mis neurasténicos relatos, sin llamar jamás la
atención; en la cara de los maestros llenaba carillas de aquel fulgor como los
demás lo hacían con la geografía de Asia o la historia de los constructores de
pirámides ¡Qué me importaba a mí todo eso! Frente a mis ojos ocurrían
cataclismos más poderosos que aquellos que lanzaron las extremas cordilleras al
asalto de los cielos. Frente a mis ojos desfilaban imperios fugaces como el
reflejo del nacarado lomo de una mosca en vuelo, donde los esclavos se arrojaban
a morder rabiosos la mano de sus verdugos, los estremecimientos de la tierra se
extendían al lomo de los hombres, los hijos de los dioses desafiaban a sus
creadores y los vencían; y a cada oración, la belleza develaba su naturaleza
monstruosa, terrible y conmovedora. Esos estremecimientos no cesarían jamás,
pero ahora una nueva figura reemplazaba al círculo cerrado y de
autodestrucción, la palabra escrita me dio la oportunidad de crear un escenario
para la expansión de mis hasta entonces secretos holocaustos.
Pero aún así, ganada la prueba central; el monstruo comenzó
a pedir sangre.
(Fragmento de la declaración
de Pierre Michaux “el parricida de Lion”,
Tribunales de Lion, 17 de
Agosto de 1986; en “Vida de Santos, Ascetas y Asesinos: de Francisco de Asís a
Charles Mason” ed. Tumbera)
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