viernes, 16 de marzo de 2012

Nocturno en fuga


Tengo del ausente la voz como el salto de un gato sobre una cabellera que se incendia. De mis hermanas he decidido salvar a la sonámbula que corre detrás del viento, detrás del silencio, detrás del fuego blanco que en las noches desciende hasta mi lengua para llevarme tras los pasos de la que corre, la que siempre en otro sitio que no es este, abre puertas y ventanas y canta.

Blanco sobre blanco


hay un destino de silencio en el poema
un deseo de vestirse de blanco para entrar en el incendio

Oración del olvido de sí


Dejate ser amada, permitime producirte el amor
Darte el amor a pedazos enteros a pájaros volando
Sin mácula sin reserva sin estadística,
No hay simetría posible del amor, no hay cálculo atinado
Ni específico prontuario o currícula,
El amor circula en inderminadas proporciones
Y vos dejame ser desmesura
Dejame beberte del cielo de tus pechos de tu vientre
Dejame ser el hijo de tu espasmo de tu locura suelta dejame
Abrir el sendero la horcaja la siesta del ebrio besando tu carne,
Lleno de vos dejame ser locura suelta
Sin cálculos de amor probabilidades cuarentena de amor en cajas amarillas
En poemas de cuatro estrofas en puentes sin pendulación ni abismo,
Yo quiero darte el amor sin recibir nada quiero serte el amor todo
Sin pensar en mí ni un segundo sin ser yo ni un segundo quiero ser
Todo tu amor tuyo todo el tiempo sin nombre ni cara ni memoria
Sin pasado domicilio excusa simetría
Todo el amor de vos a vos amada eterna amada cielo abierto
Amada espuma de la mañana amada como fuego que se incendia

Solemne gelatinoso



Hay una nada
que es como un pan blando que se deshace
dentro de la taza de loza empapada de absurdo,
dilatando la miga porosa por donde fluctúa
un líquido miasma aceitoso que te impregna la conciencia,
y esta se sacude empalagada y hay como una nausea
que sube por las cosas, que salta a la cresta,
al coagulo que cuaja, a la gelatinizada membrana de lo real,
y se atasca en tu cerebro aturdiendo tus sentidos.
Esta  pulpa dulce irradiada de filamentos dorados
baja por tu lengua erizándote por dentro, como uno
de aquellos seres que el agua del océano electriza de placer
y en la profundidad arden como brazas rojas.
Hay una nada agazapada, oculta,
siempre aguardando para masticarte a gusto,
crece en tu glándula pineal como un hongo azul
y separa la visión de cada uno de tus ojos
obligándote a ver el mundo de modo abstracto, espacial,
y no como un animal vivo,
que se relame y se frota de dulzor.

Lánguido vegetativo




 En ocasiones, al salir al jardín donde duerme la nodriza de la capa azul he podido oír como el silbido de un pequeño animal que escapa entre las flores; y alguna vez, incluso, he llegado a tiempo de ver unas patas como de ciervo cubierto de plumas de metal, resbalar en el barro y salir a la carrera. Pero nada, ni siquiera eso, me ha inquietado más que ver a la nodriza abrir los ojos en la cara del muerto que duerme al fondo de la fuente rodeado de mujeres moradas.

Eco de sombra



el poema sube por las corrientes del cuerpo
como la espuma al epiléptico

y la muerta se une a la ausente y las dos
están en mi cuerpo separadas por la sangre
golpeando la sien los cristales de dolor la sombra

donde una y otra cantan
donde una y otra derribadas
consumen el cuerpo que baja las corrientes del poema

El Monstruo



“Una de dos: uno se arriesga a ser tragado por la literatura o a ser tragado por sí mismo. Si se deja tragar por sí mismo se vuelve loco. Si se deja tragar por la literatura, se vuelve escritor”
                                                                                                                                 J. M. G. Le Clézio

Cuando era estudiante en los últimos años de la primaria, era un chico agrio, irritable, callado, solitario. Por esto la ira se disolvía sordamente en estremecimientos interiores, que devenían en profundos sacudones, ataques de rencor  envestidas siempre contra mi persona. El hacedor de tempestades era materia y artesano de su propio tormento. La última etapa de la infancia, con todo lo que aun tenia de bueno se me presentaba como un periodo atroz, me sentía encadenado, roto, lacerado y todo esto devenía en una pasión destructiva que a su vez me tenia a mi mismo como objeto a destruir, como punto de llegada de mis furiosos ataques; yo era la diana y el arco y la flecha. Las pequeñas desilusiones que tienen lugar en todas las infancias y en todos los niños de toda sociedad, en mi generaban una estratificación; yo podía sentir, como cada una de esas delgadas capas se depositaba solidamente sobre otra anterior; a veces llegaba a notar que estaba haciendo de mi mismo un ser con piel por dentro y hueso por fuera, odiaba con la voluntad que otros aman. Mi resentimiento era generado al darme cuenta con una precocidad de la que no puedo sino sorprenderme aun; de la progresiva, lenta, metódica incidencia, sostenida en el tiempo, que va actuando a través del trato de las personas, de los lugares a los que se nos envía para sufrir aquellos cautiverios módicos, de la forma en que la gente nos habla o nos mira y que te estremecen algunas veces y otras te hacen odiar. La llamada de una maestra, la burocrática, pedagógica, rutinaria pregunta; a la cual le corresponde una rutinaria, pedagógica, burocrática respuesta que actúa sobre la opinión espontánea del niño. Yo podía sentir como la pulpa suave, la médula flexible, la sabia inteligencia del niño que es capaz de comprenderlo absolutamente todo, porque no cree como nosotros (ya para siempre y fatalmente) que pensar es oponer: Una idea frente a otra, el vacío frente a lo pleno, lo salvaje frente a la dócil satisfacción; en el niño entra todo de una vez y por sobre toda disyunción. El caso es que, mas que ser formado y violentado por el autoritarismo de las maestras y los mayores, por aquello que podría llamar mecanismos concientes de disciplinamiento y de modulación, me sentía agraviado por cosas menos perceptibles a simple vista, mucho más sutiles; un desvío de mirada, una mano en el hombro, condescendiente; un sordo llamado al silencio, a guardarse la opinión, etc. Así fue que me fui cerrando aun más; de alguna manera empecé a creer que no habría ya nunca lugar para mi opinión, y esto, en un temperamento ya de naturaleza callado, retraído; me transformó en una sellada bóveda donde ardía una combustión furiosa pero secreta.
Al llegar, de ese modo, el tiempo en que debí entrar en la secundaria, la cosa se puso aun peor; me volvía intolerable, cada vez más me costaba contener esos deseos de destrucción, ese berrinche metafísico me impedía ver nada bueno, fulminarlo todo con una desdeñosa mirada. Me di cuenta que me iba volviendo antisocial. Entonces fue que aquella frenética oleada de corrupción, ese terrible deseo de gritar, de encenderlo todo de volverlo todo patas para arriba, no se satisfizo de mi retraimiento y habiendo intentado yo sofocar aquel incendio con la carnadura de mi alma, habiendo ofrecido al fuego los  dóciles paisajes de mi yo, no fue suficiente. Y consumida la nervadura central; la blanda y adolescente interioridad; las murallas de la fortaleza se fueron dejando caer, y a un lado y otro broto el mal que abandonando todo tipo de sutilezas ahora y, con la necesidad de quien reclama el botín luego de ganada la jugada, ocupó plenamente mi voluntad. Sin dormir durante días, comiendo apenas, sentado en clase como un extranjero de todo, como un maldito, acudían a mi las imágenes más enloquecidas; tomé la pluma y comencé a escribir tan rápido que no pudiera hilar ni un solo argumento, ni una sola idea causalmente encadenada para conformar una oración. Lo que brotaba era tan salvaje, furioso, fulgurante como volcar una olla de agua ardiendo y salvarse por un pelo. Años después me enteré que estaba retomando, sin saberlo, la escritura automática propuesta por los surrealistas franceses. En mi caso se trataba de una terapéutica desaforada donde conseguía, afortunadamente, hurtar el cuerpo y salvarlo, redirigiendo todo aquello al texto y a veces también haciendo garabatos que cada tanto oscilaban con representaciones figurativas, de hombres o bestias, siempre terribles, siempre desmesuradas. Lo monstruoso, es decir, lo desbordante, lo incontenible; aquello que partiendo de lo abierto tiende a expandirse más, abarcar la centralidad, subvertir la centralidad trastocándola en periferia y la periferia en excedente; un plus, vertiginosamente arrojado a una perpetua expansión. Sin unidad, solo desmesura. Aun puedo recordar bien, como hacia correr la pluma, como desollaba la pulposa hoja de papel y ahora ya solo literalmente, por fortuna, sangraba sobre la hoja, mis neurasténicos relatos, sin llamar jamás la atención; en la cara de los maestros llenaba carillas de aquel fulgor como los demás lo hacían con la geografía de Asia o la historia de los constructores de pirámides ¡Qué me importaba a mí todo eso! Frente a mis ojos ocurrían cataclismos más poderosos que aquellos que lanzaron las extremas cordilleras al asalto de los cielos. Frente a mis ojos desfilaban imperios fugaces como el reflejo del nacarado lomo de una mosca en vuelo, donde los esclavos se arrojaban a morder rabiosos la mano de sus verdugos, los estremecimientos de la tierra se extendían al lomo de los hombres, los hijos de los dioses desafiaban a sus creadores y los vencían; y a cada oración, la belleza develaba su naturaleza monstruosa, terrible y conmovedora. Esos estremecimientos no cesarían jamás, pero ahora una nueva figura reemplazaba al círculo cerrado y de autodestrucción, la palabra escrita me dio la oportunidad de crear un escenario para la expansión de mis hasta entonces secretos holocaustos.
Pero aún así, ganada la prueba central; el monstruo comenzó a pedir sangre.

(Fragmento de la declaración de Pierre Michaux “el parricida de Lion”,
Tribunales de Lion, 17 de Agosto de 1986; en “Vida de Santos, Ascetas y Asesinos: de Francisco de Asís a Charles Mason” ed. Tumbera)